A petición de una amiga,
estudiante de Magisterio, comparto contigo lo que acabo de escribir acerca de
lo que para mí supone la música. Espero te guste.
Muchas gracias y que
podamos compartir muchos momentos musicales que tanto significan para mí.
La música prende la luz en
mí
Todo empieza en mis
recuerdos. Mi abuela Susana cantándome una nana para que me duerma, luego
vendrían los cuentos, pero primero fue la música que ella me cantaba.
Después trinaban las
cardelinas, los gorriones y las perdices
a la vez que recorría los caminos de mi pueblo.
Y me hice mayor y la
música siempre me acompañaría haciéndome vibrar, iluminando mi alma.
Mis ojos dejaron de ver,
pero la música siempre estuvo ahí junto a su letra.
Sonidos de guitarra y piano,
de violín y dulzaina, de castañuelas y laúdes acompañando a las historias que
se extienden en mi alma para proyectarse al horizonte de la sensibilidad.
Una melodía para cada
momento, como un libro para cada ocasión.
Las jotas castellanas, tan
preñadas de tierra y vino, de cortejos y requiebros cercanos a mis raíces. Las
baladas celtas tan evocadoras de duendes y robles, de héroes y poetas. Los años
ochenta con su Movida que, sin haberla vivido, se llena de nostalgias,
solitario adolescente entonces, amado de las palabras ahora. Los clásicos del
siglo XIX con sus romanzas y brindis que visten de elegancia mi rutinaria
existencia. Los ritmos de hoy también, por qué no.
Y cada canción apareja
imágenes que vislumbro sin ver. Praderas inmensas, llenas de vida; mares en
calma, lamen mis pies desnudos de frustrado enamorado, apasionados abrazos que
explotan al ritmo final de la batería y las guitarras eléctricas.
La música, qué
preciosidad. No, el ruido, no. Música sencilla, música sublime que emociona y
evoca. Escucho una canción y siento no sólo con los oídos. Mis manos se yerguen
queriendo acariciar como acaricia el piano el viejo Sam en Casablanca o el desdichado
violinista en la plaza de Praga. Huelo aromas a cuero viejo y alcohol en decrépitos
bares de Nueva Orleans o París. Saboreo el desgarrado dulzor de la trompeta
mientras me intuyo cenando en la terraza del Titánic. No importan los
naufragios ni la miseria ni la sordidez, la música hace el milagro de
engalanarlo todo. También mi vista que, gracias a ella, se puebla de rutilantes
campanitas. Sí, mis ojos velados se prenden de luz gracias a la magia de la
música.
No soyh un pájaro para
cantarle a la aurora ni un compositor para componerle baladas a quien tanto
debo ni un intérprete que sepa tocar instrumento alguno, pero cuánto le debo a
la música. Ella me enseña cada día. Sí, me enseña que no importa que no tenga
con quién bailar porque cuando ella suena la brisa baila conmigo. Tampoco
importa que no pueda ver a la danzarina que es la fuente de la que brota porque
mientras ella suene sé que alguien podría estar dispuesta a bailar para mí.
Sí, la música prende la
luz en mí. Ilumina mi mundo de tinieblas con las fanfarrias y los timbales de
lo que augura increíbles acontecimientos. Se alza el telón, sentado en la
primera fila del patio de butacas del Teatro Real de Madrid, me dispongo a
sentir la ópera. Alguien especial está a mi lado para contarme o, tal vez,
quien realmente esté sea Puccini. Yo qué sé. A ello se solapa otra canción, La
senda del tiempo de Celtas cortos invitándome a recorrerla porque al final me
aguardan Jaime Urrutia con sus cuatro rosas para mí y Amaya Montero, que le
coge la mano, queriéndome decir tan solo una cosa: que cantará porque quiere
ver la luz que envuelve mi corazón.
No hay oscuridad en mí si
la música suena.
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