viernes, 28 de octubre de 2016

La partida de cartas y otros estudios de la vieja dama

Cau Artistic presenta… La partida de cartas de otras historias de la Vieja Dama en imágenes. https://youtu.be/v9KHpIm7_RM Hazte con un ejemplar a por 10€  más gastos de envío remitiendo un correo electrónico a cauartistic@gmail.com Los beneficios obtenidos con su venta están destinados a la Fundación Le Atiendo.

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martes, 25 de octubre de 2016

El ladrón de cosquillas



El sábado tuve la suerte de conocer a una niña genial y encantadora, digna hija de su madre. Me lo pasé tan bien con ella que le prometí escribirle un cuento. Espero que a Sonia le guste su cuento.
Besos para ella, tan molones como ella. Jjejejeje.

El ladrón de cosquillas

Es silencioso, es listo, es patoso… es el ladrón de cosquillas.
No se le ve, se cuela por entre los dedos de los pies y los sobaquillos. Has de tener muuucho cuidado. Si te roba las cosquillas no volverás a reír.
Había una vez, hace mucho tiempo, el rey de Mazapán Parampampán, un gigante del que decían ser el mayor refunfuñón del mundo mundial. Un día, el zorro, envidioso como ninguno y listo como el que más se dirigió al gigante:
-Si me das parte de tu poder, a cambio te daré lo que me pidas.
-Quiero algo. Dicen que en la tierra de los hombres, los niños se hacen cosquillas los unos a los otros y se ríen. A mí nadie me hace cosquillas. No sé qué es eso de reírse. ¿Me traerías eso? Es que aquí arriba no hay niños. Los niños son mi alimento. Niños y niñas tiernas, jugosas, uuuummmmmm, qué ricooooos, qué sabrosas.
Y el zorro se lo prometió y le fue llevando cosquillas. Un día, una niña, por mucho que sus amiguitos se las hicieran, no sentía nada; otro, le pasaba lo mismo al abuelo; y otro y otro y otro. Los mayores no se fijaban en que a sus hijos e hijas ya nada les hacía cosquillas, no se reían por eso. Sí, se reían cuando les hacían cucamonas o pedorretas, pero por las cosquillas nada de nada. Y no es lo mismo, no no. No hay nada mejor que reírse de cosquillas. ¿Te ha hecho alguien cosquillas?
Puede que a nadie le importase que ya no sirviera de nada hacer cosquillas en la barriguita o en las plantas de los pies o en los costados. Puede, o no. Es que… tampoco los enamorados lo sentían. Qué pena.
En un bonito bosque de los Apeninos, Sonia tenía un amigo. Era un lobezno. Sonia correteaba y brincaba por la senda entre los pinos y los álamos. El lobezno era su mejor amigo. Ella era de las pocas a las que el malvado zorro no había podido robarle las cosquillas porque el lobezno la protegía.
El zorro, harto y más que harto, de que Sonia siguiera riéndose de cosquillas andaba rumiando la manera en que engañaría al fiel guardián de la niña. El zorro gruñía de rabia, arañaba los troncos de los álamos hasta dejarlos en nada, los pelaba como se pelan las frutas o las piruletas.
Un día, otro día, pasaba por allí la hiena y se fijó en el zorro y lo enfurruñado que estaba.
-Amigo zorro, ¿qué le sucede a su señoría? Tiene las garras hechas un asco.
-Calle, amiga hiena. No me diga nada. Estoy muy enfadado.
-¿Qué le sucede? ¿Es que ya no sabe cómo entrar en los gallineros de por acá? ¿Es que piensa que su pelaje ya no vale ni para escoba de bruja?
-Ay ay ay, resulta que acordé con el gigante rey de Mazapán Parampampán que si le llevaba todas las cosquillas del mundo me daría su poder. Y, claro, hay una niña a la que le protege mi primo el lobezno a la que no hay forma de que se las robe. Y entonces fracasaré y el gigante me convertirá en fosfatina.
-No se me preocupe, amigo zorro. Yo le diré la manera en que distraer al lobezno mientras usted le roba las cosquillas a la mocosina.
Así acordaron hiena y zorro. La hiena engatusaría a lobezno y zorro robaría a Sonia.
Dicho y hecho.
Todo se planea mientras las petunias hacen guiños traviesos a la macedonia y a la sajonia.
La hiena se disfraza de bocadillo de chorizo. Está segura de resultar irresistible al lobezno, con su buena pinta… para comérsela. Mientras, el zorro se abalanzará sobre Sonia y la dejará desnuda de sonrisas. Esa es la idea y no otra. La hiena se merendará a lobezno y zorro capturará su botín.
Pero, claro. Ni lobezno se chupa el dedo ni Sonia es un adoquín.
Cuando se le ponga a tiro de hocico el supuesto bocata de chorizo, lobezno lo olerá y se dará cuenta de que es una trampa por mucho que el aspecto sea de lo más apetitoso.
Y Sonia, que de tonta no tiene un pelo, cuando vea que un zorro peluchón la corteje, dará un salto y se subirá a la rama del árbol más frondoso. Y encima le sacará la lengua.
Pero más aún, le tirará una nuez y le pegará con ella en el cogote, dejándolo turulato.
Así acabará el temido ladrón de cosquillas mientras a lo lejos se oirá un rugido como de volcán en erupción. Es que el gigante se dará cuenta de que se ha quedado sin su ración diaria de cosquillas.
Pronto, otra vez los niños y niñas volverán a tener cosquillas, los adultos al enamorarse recuperarán las cosquillas en el estómago y los abuelos recobrarán aquello que sus nietos les hacían con tanto gusto.
Y todo, todo esto gracias a que Sonia, la niña más lista de los Apeninos será capaz de derrotar, en singular batalla, al ladrón de cosquillas, el zorro peluchón.
   



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domingo, 16 de octubre de 2016

La niña que pinta sin pintar



La niña que pinta sin pintar

En el oasis del Okavango, en el desierto del Kalahari, la niña khoisan, a la que un misionero puso el nombre de Sara, pinta sin pintar.
Agachada sobre el barro traza extrañas líneas con sus dedos. No sabe a qué corresponden semejantes trazos que surgen de su alma sin que ella apenas se dé cuenta.
Mientras el sol asciende al horizonte para convertirse en bola de fuego y los grandes animales de la sabana se retiran en busca de sombra, ella dibuja y dibuja.
Sara, con sus rasgos khoisan típicos de los pastores, su piel color miel oscura y sus formas ya rotundas, es rara para el resto de la tribu.
Debería corretear entre los cañaverales del río y aprender a cocinar, pero ella dibuja y dibuja.
Algo le impulsa a que sus dedos menudos se impregnen de barro y dejarlos que imiten las moteadas pieles de los rinocerontes o las gacelas y jirafas.
Esa mañana se acerca un mokoro en su busca. La pequeña embarcación se desliza por las aguas cristalinas impulsada por la pértiga. Quien la pilota sabe lo que busca.
Pronto la divisa.
El piloto alza sus manos hacia la niña Sara. La coge. Pero antes ella traza en el tapiz del aire africano una palabra. Sólo ella sabe cuál es.
El clan la buscará sin tregua. No la encontrarán. Ya no se encuentra allí.
El piloto la suma al resto de su mercancía humana. Formará parte de un nuevo cargamento de esclavos que serán conducidos, sin piedad, hacia un nuevo mundo para ellos.
Días, semanas, meses de travesía. Hacinados en la bodega del barco con rumbo a Baltimore donde se venderán con mejor o peor suerte en sus destinos. Unos se deslomarán en las plantaciones de algodón, otros en las de caña de azúcar, algunos incluso serán comprados como juguetes sexuales.
La vida de la niña Sara se teñirá de incertidumbre y pena. Encerrada, sola, sin su río ni su familia ni su sol africano.
Cuando le toque turno en la subasta el negrero ponderará su belleza y juventud, su mirada limpia, su buen estado de salud.
Será comprada por un viudo solitario. Acaso pretendiera al hacerlo usarla con fines innobles, pero al hacerla suya algo se conmueve en su alma triste de rico solitario.
 Le cogerá cariño, la tendrá por hija, le enseñará a leer en su biblioteca, la tratará con cariño.
Sara no olvidará nunca sus orígenes aunque, no por ello, sienta que no debe estar triste. Los años le harán saber qué sucedía con los que, como ella, llegaban en barcos del otro lado del mar.
Y es que aquello que ella pintó en el tapiz del aire africano correspondía a una palabra. Esa misma palabra que el viento le trajo a su nuevo mundo.
Su noble amo se encargará de protegerla y tomar las medidas necesarias para que, tras su muerte, Sara no sufra peligro.
Una noche, ya de madrugada, su viejo amo exhala sus últimos estertores. Sara permanece velando su partida. Sobre la frente del viejo Richard pinta sin pintar la misma palabra que ella pintó en el oKavango: esperanza.


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domingo, 2 de octubre de 2016

Amigos en la charca



Cuentos a la luz de los valores

Amigos en la charca

¿Cómo puede ser? Un conejo y un pez que jueguen juntos. El conejo le tira la pelotilla de boñiga de vaca al pez y éste la sujeta en su cola. El pez se enrosca entre la pata del conejo y el conejo le hace cosquillas con su hocico.
Un pez y un conejo. El conejo se acerca a la orilla de la charca para que el pez juegue con él desde el agua saltando y brincando mientras los grillos componen su sinfonía de cada tarde. Es que… el pez no puede salir de la charca aunque fuera para tomar el sol en plan nudista y tal.
La charca es una cosa grande en medio de un bosque.A ella se acercan también las perdices para beber agua y las palomas y las cardelinas.
Pero conejos y peces sólo están ellos. Claro que al conejo le gustaría que sus amigos fueran conejos y hasta que hubiera una coneja a la que cortejar. . Y al pez seguro que también le apetecería que en la charca no estuviera solo para hacerles aguadillas a otros peces o, a lo mejor, a los cangrejos poniéndose a corderetas sobre sus lomos mientras van para atrás.
  ¿Cómo es que semejante milagro puede suceder?
-Mami,quiero un conejo. Sí, sí sí sí.
-Hija, que no puede ser, que luego te cansarás de él como hiciste con el pez y me tocará a mí hacerme cargo de él, que ya sé lo que pasa siempre, que te conozco como si te hubiera parido. Qué hija ésta.
-Mami, que sí, que sí, que sí. Que quiero que me compres un conejito. Mi amigo Luis dice que los conejos dan buena suerte.
-Hija, eso de que dan buena suerte… Son las patas de conejo lo que dicen que da buena suerte y no debe de ser así, porque si dieran buena suerte, a los conejos dueños de ellas no les habría ido tan mal como para que se las cortaran.
-Jo, mami. No seas pesada. Que quiero un conejito que sí, que sí que sí.
Y la niña ya tiene su antojo. Al principio, es chachi de rechupete. La niña lo coje entre sus manitas y lo acaricia y le da de comer y de beber y hasta le deja que duerma con ella en su camita. Pero cuando lleguen las vacaciones se olvidará de él, distraída como estará en otros juegos. Así que, camino de la playa sus padres lo dejarán junto a una charca en medio del bosque que les pilla cerca del área de descanso donde paran a comer.
La simpática niña casi ni se despide de él. Está tan ocupada con su videoconsola…
Así es como el conejo habrá de adaptarse a su nuevo hogar que, por cierto, tampoco le parece que sea tan malo. Por los alrededores hay mucha hierba y pronto aprende a excavar una sencilla, pero confortable, madriguera.
¿Y el pez?
Pues algo parecido. Esa misma niña u otra, u otro, cualquiera. Que quiere lo mismo: una mascota con la que entretenerse, algo de lo que, una vez conseguido, pronto se cansará y cuyos padres no harán otra cosa que deshacerse de él a la primera ocasión.
En ésas están pez y conejo cuando llega una anciana con su canasta y su bastón. Se sienta a la sombra de un rueso roble para descansar y, mientras lo hace, se fija en la pareja. Sonríe. Recuerda cómo ella también hace mucho tiempo tuvo una amiga con la que jugó a la rayuela y a cocinitas. Ya casi ni se acuerda. Pero… lo pasaban tan bien… Luego vino la guerra y todo lo demás.
El conejo se fija en la anciana. Salta a su regazo. Algo le impulsa a ello. Tal vez es que se acuerda de su dueña y piensa que es ella.
Algo sucede entre la anciana y el bichejo. La anciana se levanta, no sin antes despedirse de esos dos solitarios amigos que, por un instante, la han hecho regresar a tiempos más felices.
-Vamos, hija. Deja pasar a la señora. Déjale que se siente.
Una niña regresa del colegio, cogida de la mano de su madre. Suben al autobús como cada tarde. Ceden el paso a una anciana, una más. Bueno, igual no.
-Muchas gracias, hija. Qué bien educada estás. Así me gusta.
-Claro, señora. En el cole la maestra nos dice que siempre dejemos que se sienten las personas mayores en el autobús. Y a mí no me importa. Hasta ha habido veces en que, por hacerlo, me han regalado una piruleta. Me encantan las piruletas aunque mi mamá sólo me las compra los domingos.
-vaya, yo no tengo piruletas.
-Ya. No pasa nada.
-¿Te gustan los cuentos?
-Síííí. Me encantan.
-Ah, pues igual yo te puedo contar uno.
-Chachi.
-El otro día…
-Yo también tuve un conejo y un pez.
-Sí, la niña tiene demasiados caprichos. Y la culpa la tenemos nosotros por dárselos. Hace lo que quiere de nosotros.
-Mamá, jooooo. ¿Cómo eran? Digo el pez y el conejo.
-Ah, pues muy bonitos y parecían amigos de lo bien que jugaban juntos.
-Qué chulo. Me gustaría ir a esa charca y verles jugar. A lo mejor… ¿Me dejarás ir, mami?
-No molestes a esta buena anciana.
-Que sí, que me gustaría que la niña me acompañara a ese lugar tan hermoso. Ya sé que no es normal, pero le aseguro que no es por nada malo. Prepararé la merienda y, si les parece, vamos de excursión. El sitio es hermoso de veras y tampoco queda muy lejos de aquí.
-Bueno, lo consultaré con mi marido. ¿Cómo podremos volver a verla? ¿Dónde vive?
-Es fácil, en la residencia de un poco más allá. Si me dicen que sí me harán feliz. Suelo ir a pasear por ese bosque a coger setas o manzanilla. Al menos me entretengo en algo.
-Sí, ya sé a qué residencia se refiere.
Unos sábados después, al fin, se decide la excursión. La anciana les lleva hasta la charca. Y sí, allí están los dos amigos.
Enseguida la niña los ve y lo sabe. Sabe que un día ella jugó también con ellos.
Y es que el conejo, aquel otro día en que se aupó al regazo de la anciana le susurró, sin palabras, un mensaje para una niña. El resto ya puedes imaginarlo.
La niña se da cuenta de lo mucho que les ha echado de menos. El pez y el conejo tienen ya su verdadero hogar en la charca pero siempre que la niña vuelva a verles para ellos será fiesta. No se sentirán abandonados como sí lo hicieron cuando les llevaron hasta allí.
Es verdad, es tan bonito tener una mascota. Sí, es muy bonito pero por eso hay que saber que no se la ha de abandonar cuando ya no nos apetezca o no podamos mantenerla y cuidarla.



   


  

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