viernes, 29 de julio de 2011

Estambul: ciudad de contrastes


Pues sí, ya estamos de vuelta, ya pasó el viaje que, cada año, me regalan con su compañía, Alfonso,Paloma, Elena y Nuria. Y, otra vez más la experiencia ha sido inolvidable, con la complicidad y el cariño de siempre, con la excelente organización de Alfonso y Paloma (todo un privilegio contar con ellos) y con el humor y armonía que nos caracterizan.
Un viaje cargado de sensaciones y conocimientos, un periplo ceñido a una ciudad milenaria, rica en Historia, monumentos y costumbres muy alejadas de las habituales en mi cotidianeidad.
Visitar en poco más de 4 días una capital como Estambul, con 13 millones de habitantes y con ese bagaje es complicado y más lo es aún, teniendo en cuenta que al no ver resulta más difícil de asimilar, al menos en mi caso.
Como siempre, más allá de una mera relación de lugares contemplados, os pondré mis impresiones, lo que a mis ojos del alma les ha sido dado ver.
Ante todo estar allí, como siempre. Pisar el suelo de lo que fuera el hipódromo, donde ahora queda una imponente explanada a la que dan Santa Sofía y la Mezquita Azul o del sultán Ahmed y que otrora fuera escenario de multitudinarias y fastuosas competiciones durante el Imperio bizantino; la Basílica Cisterna y su impresionante depósito de agua (podía almacenar hasta cien mil litros); los palacios de Topkapi y Dolmabahce, con su esplendor y riqueza otomanos que me llevan a reflexionar cómo el paso del tiempo los ha dejado huérfanos de quienes los proyectaron; los núcleos comerciales del Gran Bazar y el Bazar de las especias, con su mezcla de olores, colores, texturas y artículos inacabables; la Torre Gálata y su imponente altura de 60 ms desde la que se otea el horizonte; la mezquita roja de Suleimán; el paseo por el Bósforo o el Cuerno de oro, con sus lujosos yates y residencias, con sus pescadores y con la reminiscencia de un pasado pleno de afanes; aparte de la zona más occidentalizada y comercial, con referencia en la plaza Taxín y la calle de Istiklal.
Todo esto es lo que hemos visitado, además de callejear y entrar en el mítico Pera Palace Hotel, del que ya he hablado en alguna ocasión por sus huellas literarias y viajeras, y donde saboreo un sugerente helado de menta y chocolate, y el Blue House, un hotel desde cuya terraza, al tiempo que degustamos una cena turca, se contempla iluminada Sultán Ahmed, con el azul evocador de las noches de Oriente.
Nos movimos en tranvías modernos, eso sí, abarrotados; en el funicular y en taxis en los que tuvimos cabida los cinco, imaginaos.
Mis impresiones: mucho ruido con constantes bocinazos y toques de claxon producidos por un tráfico enloquecido, repetidas llamadas de perseverantes vendedores callejeros de todo lo imaginable (desde gajos de sandía, zumos de naranja recién exprimida, roscas de pan de semillas, ropa, gafas, relojes, artesanía…), ofrecimientos constantes a turistas para hacer visitas guiadas y las periódicas llamadas a la oración que resuenan por toda la ciudad (incluida la de las 4.30 de la madrugada) con sus ecos de espiritualidad lejana. Mucha gente que deambula apresurada dando sensación de agobio. Y, por supuesto, los contrastes: mujeres ocultas por el anonimato del burka junto a otras ataviadas por ropas veraniegas y hasta camareras vestidas con el velo y las sedas de odaliscas, sonidos de motores y campanas de tranvías junto a la letanía de los muecines (la primera vez que les escuché, me impresionaron, aunque sobre todo me gustó hacerlo desde el barco), asistir a la danza de un derviche e imaginar cómo va entrando en comunicación con la divinidad al son de una canción monocorde.
La gastronomía, rica aunque monótona,a base de cordero y pollo, especiados y guisados, salsa amarga de yoghurt y ensaladas; dulces muy dulces hechos con miel y pasta de frutos secos (delicias o baklavas) y té, claro, té turco negro o de manzana.
Como ciegos, tuvimos muy pocas ventajas: a la entrada en el aeropuerto (a la hora de sellar el pasaporte y pagar el correspondiente visado de entrada, 15€) había un acceso especial para discapacitados, nos ahorramos el billete en los tranvías (disponen de megafonía que anuncia las paradas) y escuchamos un único semáforo acústico que verbalizaba un mensaje (a saber qué diría) y poco más. Tuvimos que hacer las largas colas para entrar en los monumentos y pagar tanto las entradas como las audioguías, nada de braille ni maquetas, por supuesto. Me parece bien pagar lo que haya que pagar, pero siempre que luego pueda disfrutarlo como los demás. Tengo intención de dirigirme a la embajada turca en este sentido.
Me gustó especialmente visitar el harén del Topkapi, pasear por el Cuerno de Oro, entrar en la mezquita de Suleimán (menos turistizada que la Azul), experimentar la sensación de un hamán o baño turco con su masaje correspondiente, subir a la torre Gálata, con la sensación de vacío y hacer el crucero por el bósforo, aunque a éste le sobró la música disco que lo acompañó en casi todo el recorrido, impidiéndome imbuirme del entorno.
Me habría gustado poder pisar la parte asiática de la ciudad,relajarnos por algún parque o jardín, tocar alguno de los libros depositarios de la sabiduría islámica o bizantina y disfrutar con mayor profundidad del Pera Palace (haber entrado en las míticas habitaciones donde durmieron personajes de la talla de Agatha Christie o Ernest hemingway. Pasamos de perder el tiempo en las salas del tesoro o de las reliquias (total para qué, si no íbamos a poder verlas ni tocarlas, por muy lujosas que fueran)
En cuanto a las anécdotas y curiosidades, aquí van algunas: El chorrito del que puedes disponer en la taza del váter , como sustitutivo del bidé (dos por uno). Tres botes que me encuentro en el escritorio de la habitación del hotel (la 313 del Barceló Saray) y que al no tener otra manera de averiguar su contenido, me decido a abrirlos para descubrir avellanas, pistachos y patatas fritas. La sensación de escuchar el borboteo de las burbujas del narguiléo pipa de manzana. Un vendedor, en el Bazar de las Especias me ofrece, susurrándome al oído, Biagra (¿se creerá que al ir cogido del brazo de Alfonso la voy a necesitar? Jajajjaja). Tratamos de comernos una mazorca de maíz asada bastante insípida. El contraste (otro más) de que para acceder a las mezquitas te tengas que quitar el calzado y que para entrar en el palacio de Dolmabahce o en el hamán te tengas que poner unas bolsas de plástico recubriéndolo. La imaginación de lector y cuentista se despierta ante la estela del barco mientras que el resto de pasajeros se fija en las orillas, ¿qué pensarán los habitantes de ese mar? Me lanzo, gracias a mi móvil adaptado, a hacer fotos, ¿qué captaré? ¿Saldrá bien el encuadre? Todo un juego de puro azar. Me ahorro el comprar ojos de ónice como suvenir (si aún me sirviesen para ver algo, me llevaba un saco pero me temo que ni por ésas). Meto, faltaría más, el dedo pulgar en la Columna de los deseos de Santa Sofía (quién sabe…, el caso es meter).
La guinda al viaje fue presenciar, en un anfiteatro al aire libre, un concierto de Candan Erçetin, todo un prodigio de voz femenina acompañada de una orquesta sublime y de los coros del público que, entregado, tarareó todas sus canciones. Fueron 3 horas de música espectacular.
En fin, el cansancio de horas al sol, de pie, se mitiga ante todo ello, aunque (a qué negarlo) no pudiera dejar de sentir cierta amargura por no poder ver todo eso que, por mucho que trate de imaginar y visualizar, es imposible alcanzar su belleza en toda la extensión de su magnificencia. Es cierto que en Estambul, los sentidos del olfato, el oído y el gusto tienen cabida (del tacto mejor no hablar, porque bien poco pudimos tocar), pero me ha quedado claro que la vista en ella es muy importante, esencial diría yo. Y aún así, ha merecido la pena, cómo no.

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sábado, 23 de julio de 2011

Luisito

Permitidme que sea hoy cuando os envíe mi cuento semanal. Es que mañana andaré zascandileando por la ciudad del Bósforo, Estambul.
Bueno, que estéis bien y seáis felices.

En la localidad costera de Porto do Risco los moradores que la habitan son gentes afanadas en el duro trabajo de subsistencia. No entienden de palabras huecas ni solidaridades vacuas. El cansancio y el embrutecimiento les han enseñado a ser personas duras, pétreas, sin rastro de dulzura.
Y, no obstante, , en ese ambiente hostil, como lo hace la rosa blanca en las más altas cimas, dos seres especiales se aferran a su mundo. Son Luisito y Teresa, Tere para sus padres. Dos personitas diferentes, extrañas a lo que les rodea. Malviven incomprendidas, apoyándose, sin saber cómo, mutuamente.
En los momentos de reunión, son menospreciados y rechazados, hablándose, incluso, de castigos divinos o maldiciones merecidas.
¿Y, sin embargo, por quéno? ¿Por qué Luisito no había de seguir construyendo sus castillos de arena en la playa de aquel pueblo? ¿Quién le iba a prohibir asomarse al mar desde el acantilado, acompañado de las estrellas y la luna?
-Ay, hijo; ¡no te acerques! ¡No lo hagas!
Siempre estaban con la misma cantinela. Siempre transmitiéndole sus miedos, sus prejuicios.
¿Y a él qué más le daba que fuese mayor ya? Luisito, debería decirse Luis, don Luis; seguía queriendo ser niño. Ese niño que construía, con arena, palacios exóticos donde morasen princesas y caballeros. Que continuaba dialogando con las caracolas para que éstas le trajesen murmullos de océanos lejanos. Que un día se encontró una pluma de ave y creyó que, con ella, pintaría letras de colores que hablaran de aventuras y amoríos.
Luisito, un alma solitaria anhelando siempre una compañía nunca encontrada.
Luisito, él que al fin venció a los que querían que fuese mayor.
Una mañana de verano, una pareja perdida paseaba cogida de la mano, por la orilla de cierta playa y, mientras se decían sin palabras lo mucho que se necesitaban el uno al otro, vislumbraron un rastrillo y una pala, un bastón y unas huellas que se adentraban en las espumeantes olas del agua azul. ¿A quién creéis que pertenecería todo aquello?
Y pasó un día. Y pasó otro y las gentes del lugar se preguntaban que dónde se habría metido el anciano Luisito. ¿Le echarían de menos porque si no estaba él, de quién se burlarían entonces? Qué poco sabían ellos. Luisito ya no regresaría porque había encontrado refugio en la isla de la fantasía, una isla en la que siempre era primavera y en la que las hadas y los duendes le aceptarían como a uno de ellos.
Y en su pueblo, todos se olvidarían de él. ¿Todos? Tal vez, no. A lo mejor, la Tere, con su síndrome de Down le seguiría buscando para aguardar las sonrisas con las que siempre la premiaba y agradecía que fuera la única que verdaderamente le comprendía.
Y sí, Luisito, desde su isla, cada noche, antes de que Tere se durmiese, hacía que ella supiese que seguía a su lado, acariciándole con sus manos mágicas la mejilla y susurrándole cuentos que a ella la hacían feliz, muy feliz.

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martes, 19 de julio de 2011

Jorge Juan: marino y constructor de barcos


Que hace ya demasiado tiempo en que no comparto aquí alguna biografía de personajes geniales de nuestra Historia.
Vaya, a continuación, la de uno de esos hombres ilustrados que jalonan el siglo XVIII y que contribuyeron al progreso español.

Jorge Juan nació en Novelda el 5 de enero del año 1713 en la finca "El Fondonet", propiedad de su abuelo don Cipriano Juan Vergara y fue bautizado en la iglesia de Monforte del Cid, que por entonces pertenecía a la Gobernación de Alicante. Descendía de dos ilustres familias, la de su padre don Bernardo Juan y Canicia era de Alicante y, según nos cuenta su secretario don Miguel Sanz, provenía de la rama de los Condes de Peñalba. Su madre, doña Violante Santacilia y Soler de Cornellá, pertenecía a una notoria y hacendada familia de Elche. Ambos eran viudos y casados en segundas nupcias. Habitaban en su casa de Alicante de la Plaza del Mar, pasando sólo temporadas de descanso en Novelda.
Tenía tres años de edad cuando quedó huérfano de padre, estudiando las primeras letras en el colegio de la Compañía de Jesús de Alicante bajo la tutoría de su tío don Antonio Juan, canónigo de la colegiata. Poco después, su otro tío paterno don Cipriano Juan, Caballero de la Orden de Malta, que por entonces era Bailío de Caspe, se encargó de su educación enviándole a Zaragoza para que cursara allí los estudios de Gramática.
En 1729 ingresó en la Escuela Naval Militar de San Fernando. Participó en la expedición contra Orán y en la campaña de Nápoles. En 1734 se embarcó, junto a Antonio de Ulloa, en la expedición organizada por la Real Academia de Ciencias de París a las órdenes de Charles de la Condamine, para medir un grado del meridiano terrestre en la línea ecuatorial en América del Sur, específicamente en la Real Audiencia de Quito (el actual Ecuador), lo cual se hizo en Quito, su capital, territorio en aquella época bajo el dominio de la corona española. En la expedición se determinó que la forma de la tierra no es perfectamente esférica y se midió el grado de achatamiento de la Tierra. Jorge Juan permaneció diecinueve años en América, estudiando la organización de aquellos territorios por encargo de la corona. A su regreso, Fernando VI le ascendió a capitán de navío.
Consciente de que la armada española comenzaba a estar anticuada, el marqués de la Ensenada le encargó viajar a Inglaterra para conocer las nuevas técnicas navales inglesas, y a su regreso se hizo cargo de la construcción naval española, renovando los astilleros. Su actividad tuvo tan buenos resultados que pocos años después los ingleses devolvieron la visita para estudiar sus mejoras.
En 1757 fundó el Real Observatorio Astronómico de Madrid y en 1760 fue nombrado jefe de escuadra de la Armada Real.
Sus restos se encuentran en el Panteón de Marinos Ilustres, de San Fernando (Cádiz).

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domingo, 17 de julio de 2011

La tienda de toda la vida

Porque ojalá no desaparecieran esas tiendas de barrio pequeñas y acogedoras.
Feliz semana y que estéis bien.

La tienda a la que le gustaba ir para comprar sus vituallas a Adolfo era ya de las que apenas quedaban. Qué importaba que en ella no se ofreciesen rebajas ni liquidaciones o saldos. Con sus estantes repletos de tarros antiguos, sus barquillas, su mostrador de zinc y sus dependientes, un matrimonio ya mayor que parecía no tener en su diccionario la palabra jubilación. ¿Es que estaban dispuestos a morir con las botas puestas? _se decía nuestro protagonista_.
Un establecimiento donde el trato directo era su identidad, donde el género aún tenía una procedencia cercana y en el que todo estaba a la mano.
A Adolfo le gustaba comprar allí por eso y porque se sentía como en casa después de haber sido cliente desde que tenía memoria y, sobre todo, porque para él, aunque tuviese que pagar un poco más, era la forma más cómoda de aprovisionarse. Huía de las grandes superficies comerciales, tan repletas de todo pero faltas de nada que se pareciese al saber de quien ha dedicado una vida entera a mimar el negocio, tan inhóspitas, tan frías, tan limpias pero tan asépticas. Recelaba también de esas nuevas maneras de comprar: que si el Internet, que si el teléfono… Y abdicaba, con firmeza, de los nuevos negocios que nunca cerraban, fuese la hora que fuese y que eran atendidos por gentes extrañas a su mundo, y no es que Adolfo fuese racista, no no, qué va. Pero es que él no les entendía.
Qué agradable era para él saber que, nada más asomar por la puerta, el señor Manuel o la señora Rosa ya le tenían preparado su arroz para los domingos, su queso manchego del bueno o su dulce de membrillo o su tarro de miel; y su fruta y verdura de temporada, y su buena carne de cordero, de los corderos del Tomás, que eran auténtica delicia para su paladar; y qué no decir del embutido y del jamón, todo casero, curado al frío seco del invierno.
Y el día que le decían que le regalaban el paquete de pastas de coco y mantequilla marca Suprema, que venían como obsequio del representante cuando se hacían compras superiores a 100 euros, ¡nada menos!, eran para él lujo, sinónimo de fiesta, postre de gozo, la mejor de las golosinas. Le alegraban por lo que simbolizaban de premio y por su sabor único.
Adolfo era ciego,vivía solo y en la tienda del matrimonio Ruiz su ceguera nada le impedía. Estaba harto de que, las pocas veces que iba a la ciudad a comprar, tuviese que mendigar la ayuda del personal de aquellos lugares tan grandes. Le irritaba sobremanera tener que exponerse a la voluntariedad de quien hubiere disponible para apañárselas, “encima de que les dejo mi dinero, tengo que esperar a ver quién está dispuesto a ayudarme. Y luego no hay forma de saber qué será lo que consuma porque eso de que los productos tengan braille es un sueño”. Y aún que, para consolarse, haciendo gala de su proverbial ironía, fantaseaba con echarse a la mano _que no a la boca_el brazo de la reponedora acompañante que le pudiese tocar como conductora del carro en el que depositaría lo comprado.
Definitivamente se quedaba con la tienda de los Ruiz, dónde iba a parar.
Y un domingo en que, bastón en ristre, paseaba en pos de su tradicional vermut, oyó que estaba abierta. ¿A qué se debería semejante novedad? No podía pasar sin averiguarlo.
-Don Manuel, siempre se trataban de usted por mucha confianza que hubieran llegado a alcanzar, ¿qué hace abriendo un domingo? ¿Es que quieren acerle la competencia al Corte Inglés ése?
-Qué va, hijo. Es que uno, que va ya perdiendo la chaveta, se dejó ayer los papeles de la autorización para que mi nieta Marta, marche a estudiar al extranjero. Y mire que me dijo su madre que no los olvidara, pues nada… ¡que se me olvidaron!
-¿Y qué prisa hay para que tenga que venirse a abrir?
-Pues que en los dichosos papeles hay un número y que si no tiene ese número pues que no puede confirmar la reserva del vuelo. Que mucho ordenador y mucha informática y mucha máquina pero que al final, ya ve, que el tío Manolo se ha tenido que venir a la tienda y perder la mañana del domingo ¡porque no sé dónde leches los puse! Y como los haya perdido, la que se me viene encima no es para verla.
-Ah, pues búsquelos; que no han de andar mu lejos. Que los guardaría en elcajón de debajo, sí; en el que suele guardar las cartas que le mandan el Andrés y el Timoteo, donde esconde su tabaco pa que no se lo pille la Rosa.
-Sí, sí; es verdad. Ahí deben de estar. Que usté será ciego pero mire que es listo y qué memorión que gasta. Ya tuviera yo la mitá que usté viendo, don Adolfo.
-Quite, quite; que cuando llegue yo a sus años… ya veremos. Ya veremos dijo un ciego y nunca vio.
-Usté siempre con sus gracias. Ah, y tenga este paquetito de pastas que sé que le traen loco, pero que no se entere la Rosa, ¿eh? Ale, que ya lo tengo todo. Véngase al bar de la Paulina que le invito. Vaya moza más resalada que está hecha. Ya podía echarle usted el ojo, que bien que le trataría.
-¿El ojo? Mejor las manos, le echaría. En fin, que sí, que vayámonos a tentar ese vermut, uno a la salud de su nieta pa que le vaya bien por esas tierras de Dios y otro a la de la Paulina pa que ese mismo Dios se la conserve, digo la salud y la vista.
-Así será. Que pa eso es hoy domingo, el día del Señor, su día.
Y tendero, y cliente, cogidos del brazo se solazan amigablemente, paso a paso, diciéndose que la vida todavía conserva sus encantos aunque, para el uno, ya sea vieja y, para el otro, oscura.

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viernes, 15 de julio de 2011

"Aunque el tiempo me borre de vosotros"

Quiero dedicar este sencillo y breve poema a todas y todos los que anunciáis vacaciones en los blogs. Que ojalá sean preludio de auténticos momentos compartidos en alegría y emoción.
Gracias por seguirme y dar luz a este Tiflohomero y a su autor.

Aunque el tiempo me borre de vosotros
mi juventud dará la muerte al
tiempo.
Y entonces, sin hablarme, sin
hablarnos,
qué claramente nos comprenderemos,
y qué hermosos vivir entre vosotros
soñando vuestros sueños

Pasaréis ante el árbol, en el río
mojaréis vuestro cuerpo
y os colmará una vieja y honda
gracia,
un remoto misterio,
como si el árbol o como si el agua,
flotasen antes en vuestro recuerdo,
como si alguien hubiese antes vivido
la vida que lleváis en vuestros cuerpos.

Así compartiremos nuestros mundos
en el fondo de vuestros pensamientos.
José Hierro

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martes, 12 de julio de 2011

Los orígenes de la fotografía y el afán por capturar imágenes

Seguramente este tiempo de verano, lo aprovecharéis para viajar y, cómo no, en los viajes uno suele ir acompañado de una cámara fotográfica. Fijaos las que hay ahora, incluso a partir de los teléfonos móviles. Mas, ¿cuales fueron los primeros intentos de fotografiar?
Démonos un paseo por la Historia y lo descubriremos.

El fenómeno de la cámara oscura se conoce desde hace muchos siglos. Una cámara oscura no es más que una caja cerrada en una de cuyas paredes existe un orificio de manera que en el lado opuesto (pronto convertido en placa de vidrio) se proyectan las imágenes de los objetos exteriores.
El problema era fijar o ‘eternizar’ tales imágenes. Lo curioso es que la tradición alquimista (que no deja de representar la prehistoria, un tanto alocada y llena de exóticas figuras, de la química moderna) conocía el efecto de la luz sobre el cloruro de plata fundido (conocido como plata córnea). En realidad, faltaba tan sólo asociar ambos fenómenos para que la fotografía fuese posible.
El primer intento serio de capturar las imágenes se debe a un francés, Nicéphore Niepce (1765-1833). De hecho, Niepce logró, en los años 20 del siglo XIX, fotografiar por primera vez objetos físicos utilizando una cámara oscura y recurriendo a una sustancia, el betún de Judea, como capa sensible. El betún de Judea se vuelve insoluble a la exposición de la luz, por lo que, al aplicar un solvente sobre la placa, permanecía solamente en las zonas golpeadas por los rayos luminosos.
Con esta técnica, pesada y lenta, Niepce obtuvo las que pasan por ser primeras fotografías de la historia, de pésima calidad. Pero el sueño de eternizar el movimiento estaría mucho más cerca merced a la colaboración del mismo Niepce con otro francés, físico y pintor: Louis Jacques Mandé Daguerre. Niepce se murió en 1833 y a partir de entonces Daguerre trabajó solo. Apenas dos años más tarde, en 1835, un descubrimiento, entre buscado y casual, simplificó sus esfuerzos.
Ocurrió que una tarde dejó una placa impresa con una imagen latente en un armario en el que guardaba varios productos químicos. Previamente Daguerre ya había considerado que lo mejor sería obtener una imagen débil ( llamada imagen latente) con la cámara oscura, reforzada ulteriormente con alguna sustancia química.
Pero ¿qué sustancia serviría? Eso no lo sabía Daguerre. Al día siguiente de haber dejado la placa, sin embargo, descubrió que la imagen aparecía nítida. Repitió el proceso varias veces sacando antes alguno de los frascos con productos químicos. Resultó que la imagen latente se volvía fuerte y clara de cada vez…excepto cuando la sustancia sacada del armario fue uno que contenía mercurio. Ergo, se trataba de los vapores del mercurio los que fijaban la imagen en la plata.
Poco después Daguerre alcanzaba su ansiado sueño. Fue en 1838, fecha de los primeros daguerrotipos como tales. Un daguerrotipo es precisamente una imagen, una fotografía, obtenida mediante la técnica de la daguerrotipia, que debe su nombre a su inventor.
Presentó su invento, una técnica para “pintar con luz” según sus palabras (de ahí que se llamase “foto-grafía”) en la Academia Francesa de las Ciencias, en medio de un gran interés científico y artístico. No en vano, Paul Delaroche, pintor de la época, ante el invento de Daguerre exclamó: “¡La pintura ha muerto!”.
Rotundo Juicio muy similar, por cierto, al aplicado sobre la propia fotografía medio siglo más tarde, con la aparición de la cámara cinematográfica. Esta claro que si algo no falta en este mundo son sepultureros ni profetas de las catástrofes.

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domingo, 10 de julio de 2011

Los dos muchachos con una sola alma

Permitidme que el cuento de hoy lo dedique a mi padre, él que tantas historias me cuenta cuando paseamos por los campos de mi pueblo. Ojalá que, como Raquel, yo también sepa mantenerlo vivo a través de mi imaginación hecha cuentos.
Feliz semana veraniega.
Un abrazo.

-¿Te acuerdas, Alejandro?
-¿Cómo no he de hacerlo, Benito? Si ya lo único que me quedan son los recuerdos. Ya ves; cuando nos conocimos, sólo nos preocupaban los proyectos de futuro y ahora ya no nos queda más que el pasado. Cuántos años han transcurrido desde que venías al pueblo a vender huevos, vino y aceite con tu padre, con su carro y sus caballos tordos. Yo me había quedado al cargo de la casa mientras mis padres araban la mísera tierra con el único buey que teníamos. Mi madre me dijo que vendríais, que dejaríais lo de siempre y que ya os pagaría ella. Te vi, con tu mirada clara, tu pelo ensortijado, tu aire resuelto. Y yo que tan solo era un rapazuelo, un mocoso que apenas nada sabía. Nos caímos bien desde el principio.
-Sí, sí. Y ahora ya aquellos pueblos casi han quedado desiertos. Con el frío que pasé cuando mi padre me mandaba a ellos en las noches de invierno, noches de nieve,de oscuridad y de miedo en las que yo me aferraba al caballo que tan bien conocía los senderos, que iba solo. Luego compramos el camión y al final hubimos de mudar la profesión porque ya no había parroquianos, exiliados a la ciudad en busca del porvenir. Y qé buenas estaban aquellas pastas envueltas en papeles de colores con que me obsequiaban las buenas mujeres.
-Sí, pero tú y yo nos seguimos viendo. Qué suerte fue encontrarte en la Mili, al menos no me sentiría tan desamparado, al menos el cobarde fanfarrón aquél tendría que enfrentarse a dos muchachos que iban ya aprendiendo que, un día, tendrían una sola alma. Cuántas cosas nuevas vimos entonces, cómo íbamos al cine los miércoles y al paseo los domingos para contemplar la frescura, y la galanura de las mozas.
-Sí sí; han pasado los años. Tú viajaste, yo me quedé. Tú fuiste valiente; tal vez, yo cobarde.
-Bueno, bueno; nunca se sabe. A toro pasado todo es muy fácil y, como dicen, después de blanco, leche. El caso es que aquí estamos juntos. ¿Sabes? Aún conservo aquella botella bonita de moscatel que me trajiste. Cómo me gusta contemplarla y echar, de vez en cuando, un traguillo, tocando el cristal labrado y sintiendo en la garganta la calidez del licor.
-Cómo han cambiado las cosas. Qué de prisa ha ido todo. No sé si ese tango que es la vida lo supimos bailar o qué. Ahora ya ni tangos ni na. Ahora los chicos nacen enseñados, creen que lo saben todo pero cuánto les queda por aprender; se creen dueños de la verdad y nadie puede poseerla, la verdad no es de nadie, la verdad es libre.
--Cómo me alegré cuando me dijiste que te casabas y, más aún, cuando fueron naciendo tus hijos. Y mientras, yo; sí, de acá para allá pero sin encontrar la felicidad. Luego vino lo de mi enfermedad y tú, el único, seguiste a mi lado. Me quisisteis acoger tu mujer y tú en vuestra casa. No quise molestaros ni poner a prueba nuestra unión y rechacé tu oferta. Seguí vagando solo, entonces de hospital en hospital hasta que encontré mi sitio entre los que padecían lo que yo. Empecé a vivir de nuevo y tú seguiste ahí.
-¿Acaso crees que podría haber hecho otra cosa? ¿Es que no éramos amigos, seres con una sola alma? Pues claro que siempre estuve a tu lado y bien que me alegraba de ver cómo te levantabas, como superabas las dificultades. ¡Cómo te llegué a admirar! Ah, cómo recuerdo el día que me llamaste para decirme que volvías a ser el de siempre, que habías aprendido a vivir de nuevo. Cómo lo celebré.
-Lo sé, lo sé. Y luego me contaste que tu Higinia se moría, que estaba muy malita y nada se podía hacer. Entonces sí fui a estar contigo para que la casa no se te quedase vacía. Los hijos tenían sus trabajos y tú, como yo, tampoco les quisiste estorbar. Y bien que nos las arreglamos.
-Vaya que sí. Y conocí a otros como tú y comprendí que había que mantener la ilusión, yo que tan desilusionado estaba. Yo también aprendí.
-¿Y tus hijos? Bien orgulloso que tienes que estar de ellos. Sí que te salieron buenos, como Dios manda.
-Claro que lo estoy y seguro que su madre, desde el cielo, también lo estará. ¿Y cuando fuimos de excursión al país de los canales? Qué bien lo pasamos viendo su verdor y sus flores, las bicicletas de tan variados modelos, nada que ver con la que yo tenía, y aquella casa de la niña que estuvo escondida casi hasta el final de la guerra. Fue toda una experiencia. En fin, Alejandro ¿quieres que te lea el periódico?
-No, ¿para qué? Si traerá lo de siempre. Y si aún, hablase de nuestra tierra… Léeme mejor un trozo de ese libro de aventuras que tanto me gusta, con espadachines, amoríos, lealtades y traiciones.
-Ah, ¿El conde de Montecristo? A mí también me gusta aunque lo que mejor leo son las novelas del Oeste, del Marcial Lafuente Estefanía, ésas sí que son buenas.
-Señor Benito, tiene una visita.
-¿Una visita? ¿Alguno de mis hijos? Si no les espero hasta el domingo. ¿Quién será?
-¿Cómo están? Me llamo Raquel y soy la nieta de la Paca, a la que usted le vendía huevos. ¿Se acuerda?
-¿Cómo iba a olvidarla, hija? Si una vez estuve enamorado de ella, que bien guapa que era. Ay ay ay, ¿está bien?
-Me pidió que le trajese esta cajita de bombones que, según me dijo, usted le regaló. Contiene sus recuerdos y cartas. Murió hace unos meses y me pidió que se la hiciese llegar, me lo hizo prometer. Cuando paseábamos juntas me contó muchas cosas de usted, que le tuvo gran afecto.
-Vaya, vaya; Benito. A estas alturas aún se acuerdan de ti, cómo no. Con lo bien que os portabais con las gentes de allá arriba.
-No sabes lo que me gustaría volver a aquellos tiempos. Eran duros, pero me gustaba el trato, el vender, el saber que te esperaban.
-Si quieren, yo mañana les llevo. Hacemos un viaje a la sierra. Yo estaría encantada y sería como acompañar a mi abuela. A cambio, sólo les pido que me cuenten sus historias. Es que soy escritora. ¿Querrían?
-Si no te aburren los chocheos de dos viejos, claro que lo haremos. Será como recibir un regalo de Navidad, y eso que estamos en primavera.
-Ah, pues entonces hasta mañana.Déjenme que les dé dos besos. Por mi abuela y por ustedes.
Y, al día siguiente, bien de mañana; los dos ancianos amigos con una sola alma se montan en el coche de Raquel. Apenas han podido dormir. ¡Están tan contentos…! Ellos saben que de ese viaje ya no regresarán, porque su tiempo está cumplido y deben hacerlo juntos, cómplices, Como lo han hecho todo. Mas una cosa es cierta: nunca han sido tan felices como lo son esa mañana de mayo.
Y Raquel escuchará, y anotará, y sonreirá, y aprenderá a quererles; será partícipe de su mundo. Y, gracias a sus cuentos, hará que, pese a todo, sigan viviendo, lo mismo que su abuela.

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sábado, 9 de julio de 2011

Pizarro: un elefante en Madrid

Por si alguna vez, contempláis al curioso animal, aquí va su historia.

Pizarro era un elefante de raza india y famoso residente del zoológico del Retiro. Según La Ilustración de Madrid, periódico del último tercio del siglo XIX, el elefante recibió el nombre del conquistador español porque en América había otro que recorría el continente con el nombre de Cortés. El tal Cortés, al parecer, necesitaba un compañero y el que fue a formar pareja artística con él fue bautizado Pizarro, anunciándose el número de "Cortés y Pizarro" por toda América.
A mediados del siglo XIX, Pizarro aterrizó en España fijando aquí su residencia, aunque de forma trashumante, pues recorría la península con un espectáculo en el cual luchaba contra toros y animales salvajes en las plazas de los pueblos, saliendo siempre victorioso para deleite de niños y mayores. Así fue como perdió uno de sus colmillos, al ir a embestir contra un toro en Valladolid y dando con él en el suelo.
Después de varios años recorriendo España, el 4 de octubre de 1863, el Ayuntamiento de Madrid, ofreció al cansado elefante, asilo en el zoológico del parque del Retiro, desde donde protagonizó una hazaña memorable que fue recordada por años. Cierto día, Pizarro sintió más hambre de lo habitual y no satisfecho con su ración de comida, se escapó de la Casa de Fieras del Retiro yendo a saciar su apetito a una cercana tahona, en el parador de San José. Una vez saciado su apetito, Pizarro se dejó conducir mansamente al Zoo por su cuidador.
Cuando Pizarro murió su cuerpo fue disecado y donado al Museo de Ciencias Naturales, donde se expone en la actualidad.

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miércoles, 6 de julio de 2011

La verdadera belleza

Quiero compartir aquí, esta definición de la belleza que el escritor peruano hace de la belleza. La suscribo al completo y me hubiera gustado haber sido capaz de haberla hecho yo.
Que os guste. Va con mucho cariño y afecto.

Para todas las mujeres que conozco y para los hombres que las acompañan:
Mario Vargas Llosa.

Todas las flores del desierto están cerca de la luz. Todas las mujeres bellas son las que yo he visto, las que andan por la calle con abrigos largos y minifaldas, las que huelen a limpio y sonríen cuando las miran. Sin medidas perfectas, sin tacones de vértigo. Las mujeres más bellas esperan el autobús de mi barrio, o se compran bolsos en tiendas de saldo. Se pintan los ojos como les gusta y los labios de carmín del chino.
Las flores del desierto son las mujeres que tienen sonrisas en los ojos, que te acarician las manos cuando estás triste, que pierden las llaves al fondo del abrigo, las que cenan pizza en grupos de amigos y lloran solo con unos pocos, las que se lavan el pelo y lo secan al viento. Las bellezas reales son las que toman cerveza y no miden cuántas patatas han comido, las que se sientan en bancos del parque con bolsas de pipas, las que acarician con ternura a los perros que se acercan a olerlas. Las preciosas damas de chándal de domingo. Las que huelen a mora y a caramelos de regalíz.
Las mujeres hermosas no salen en revistas, las ojean en el médico, y esperan al novio ilusionadas con vestidos de fresas. Y se ríen libres de los chistes de la tele, y se tragan el fútbol a cambio de un beso. Las mujeres normales derrochan belleza, no glamour, desgastan las sonrisas mirando a los ojos, y cruzan las piernas y arquean la espalda. Salen en las fotos rodeadas de gente sin retoques, riéndose a carcajadas, abrazando a los suyos con la felicidad embotellada de los grandes grupos.
Las mujeres normales son las auténticas bellezas, sin gomas ni lápices. Las flores del desierto son las que están a tu lado. Las que te aman y las que amamos. Solo hay que saber mirar mas allá del tipazo, de los ojazos, de las piernas torneadas, de los pechos de vértigo. Efímeros adornos, vestigios del tiempo, enemigo de la forma y enemigo del alma. Vértigo de divas, y llanto de princesas.
La verdadera belleza está en las arrugas de la felicidad...

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domingo, 3 de julio de 2011

A juego con sus ojos

Quiero, con este cuento de hoy, dedicar un pequeño homenaje a todas y todos los que practican voluntariado. Yo querría poder hacerlo, pero en fin. Al menos, vaya mi más sincero aplauso para ellos y ellas.
El jueves pasado obtuve, gracias a la ONCE, la ayuda de una de esas voluntarias que me ayudó a llegar, sin ninnguna incomodidad, a mi boca de Metro habitual en la plaza de Chueca que, por aquello de la fiesta del Orgullo Gay, estaba impracticable. Gracias a ella pude seguir mi itinerario ordinario aunque, no por ello, deje de preguntarme la razón de que, para que unos hagan uso de su propia libertad, otros tengamos que requerir la ayuda de una voluntaria o modificar nuestra rutina y, de ahí, poner en entredicho nuestra propia libertad.
Bueno, que estéis bien y sobrellevéis el calor con alegría.

El reloj de la torre del centenario edificio de la ciudad monumental, anunció la hora. Estaba agotada. Era tarde y lo único que quería era poder recoger lo antes posible para salir hacia la paz de su hogar. Y eso que hacía una noche espléndida.
Dejaría el uniforme de camarera ordenadamente doblado en su taquilla y lo mudaría por la comodidad de una camiseta, unos vaqueros y unas playeras. Llegaría a su casa, se tomaría una horchata bien fría y se acostaría otro día más sola, pero con sus sueños intactos.
Si cierto era que en el pequeño restaurante donde trabajaba la trataban con respeto, no lo era menos que el empleo era duro. La fama del local por lo selecto de las suculentas viandas que en él se ofrecían y lo acogedor del enclave, una antigua cueva que otrora sirviera de refugio a bandoleros y que ahora ofrecía también abrigo pero a los devotos del buen yantar, hacían de él un establecimiento al que acudía la clientela más exigente.
Ella se esforzaba por ser agradable, recomendar sugerencias de la carta y mostrarse siempre simpática pese a que, no pocas veces,su interior estuviese teñido de gris.
La ciudad donde vivía le permitía pasar como un ser anónimo. Había venido de lejos en busca de esos sueños que aún la acompañaban haciendo que no se sintiese varada como aquellos peces que, de niña, contemplaba en la playa de su pueblo. ¿Cómo no buscar horizontes de un futuro distinto al de ellos?
Se atrevió y emprendió el camino, ligera de equipaje pero cargada de esperanza. Sus padres la animaron, claro, querían lo mejor para ella, querían que no siguiese siendo otra más de las mujeres de aquella aldea que aguardaban, siempre resignadas, a lo que les quisiera traer el mar, ya fuera alegría en forma de encuentros o tristeza hecha de pérdidas.
Arribó al sencillo piso de sus tíos, ya mayores, y pronto éstos la acogieron como a la hija que no tenían. Ella quiso ser digna huésped por lo que pronto supo buscarse un trabajo con el que ayudarles.
Su cálido porte, su voz alegre y su afán receptivo la hicieron ser considerada pronto la mejor candidata a los puestos en que solicitó ocupación. Y tan buena resultó que había terminado por recalar en aquel restaurante, el mejor de la zona.
Habían transcurrido ocho meses desde que el dueño de La Trufa la contrató y aunque no parase un instante, estaba contenta.
¿Que cuáles eran sus sueños? ¿Susmetas? No es que fueran muy complicados. Tan solo alegrar la vida a alguien que estuviese triste, desalentado. A veces pensaba que no estaba lográndolo, pero otras sí que lo creía.
Sus compañeras de curro le decían que saliese de fiesta, que buscase novio, que aspirase _como ellas lo hacían_ a dejar eso de ser una simple camarera. Pero ella no les hacía caso, se limitaba a sonreírles y dejar vagar su mirada. Le gustaba mucho mirar,mirar al cielo azul, al ocaso con su puesta de sol rojiza, a los ojos de los que se cruzaban con ella o servía. Porque de todo, y de todos, aprendía, se empapaba. Cuántas veces, en la soledad de su cuarto, apoyaba su frente, en el marco del gran ventanal que daba al parque y, acunada por las cortinas tejidas por la tía, su alma se sentía plena.
Menos mal que no la veían hacerlo. Ella, Laura, sabía que la consideraban una chica rara pero poco le importaba eso. Mientras pudiese hacer lo que le gustaba, ya valía.
Sus ratos libres, a más de colaborar en casa, los dedicaba a pasear y leer, pero sobre todo al voluntariado. Qué bien se sentía practicándolo, ayudando, con su ansia de hacer felices a los demás. Cuando ya estuvo instalada en aquella ciudad y aquel hogar familiar, se preocupó por apuntarse a alguna organización en la que echar una mano. Pronto la encontró. Se trataba de acompañar a personas sin nadie a su lado, dedicarles un ratito, escuchar.
Vamos Laura,se dijo, que ya solo queda un cliente y éste está a punto de terminar.
-¡Qué deseará el señor de postre?
-¿Podría ser un zumo de naranja natural?
-Claro, además está muy bueno. ¿Lo querrá con azúcar o con un poquito de moscatel y fresas?
-Ah, con moscatel y fresas estará bueno. Creo que me he quedado el último, no tardaré, que estará ya cansada.
-Bueno, no se preocupe. Usted disfrute del postre que es lo mejor de la comida. ¿Querrá también café o té?
-No no; bastará con el zumo.
Laura intuyó que aquel señor debía ser especial. Le había tenido que leer el menú porque era ciego, aunque nadie lo pudiera saber de no decirlo él. ¡Tenía unos ojos tan bonitos y profundos!
-Si no tiene prisa, le llevo hasta donde se aloje y así damos un paseo.
-Hombre, encantado de ir tan bien acompañado. Pero no la quiero molestar, que seguro que tendrá sus planes.
-Bah, que no cuesta nada.
Y de ese modo lo hicieron. Él y ella se dirigieron hacia el hotel de él. Laura le contó lo bien que le hacía sentirse eso del voluntariado y él le dijo que se estaba ganando, con su ayuda, una baldosa del paraíso. Y ella sonrió. Y él le dijo:
-¿Sabes? Me creo que esta noche tan hermosa, tan repleta de silencios y misterio, debe de hacer juego con tus ojos, debe ser reflejo de ellos. Lo estoy viendo así, imaginando.
Y Laura volvió a sonreír feliz, notó cómo su fatiga de horas de trajinar de mesa en mesa, cargada de platos y cubiertos, de cortesías amables y de explicar siempre lo mismo, se diluía en un oasis de emoción. ¿Cómo podía haber percibido aquel señor privado de vista lo que a ella le era preciso para iluminar sus jornadas?
Y esa noche, mientras, ya en su hogar, paladeaba su horchata fresquita, notó que, otra vez más, después de hacer voluntariado, su vida continuaba teniendo sentido.

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sábado, 2 de julio de 2011

Mis lecturas de verano, 2011

Sin apenas habernos dado cuenta el verano ya está aquí. Las piscinas y terrazas repletas, los vestidos cortos y las sandalias que tan sugerentes suenan evocando en este ciego imágenes de guapas mujeres, los proyectos de vacaciones y viajes.
Ojalá que a todo este paisaje podáis sumaros y, que lo hagáis, con ilusión y alegría compartida.
Yo, por mi parte, siempre a vuestro lado, quiero sugeriros algunos librillos para que os acompañen y ayuden a pasar buenos ratos.
Que así sea.
¡Un brindis con algo fresquito por vosotras y vosotros!

Los caballos de mi vida
Monty Roberts
Ed. tutor, 2005
Memorias literarias
Todos los caballos que aparecen en este libro, desde Ginger, el caballo de Western, hasta purasangres de carreras, mundialmente famosos, han aportado algo único a la comprensión y conocimiento del autor acerca de la especie equina. Cada uno de ellos, representa una piedra de un collar, añadidas una a una, para que el lector pueda disfrutar de unas historias, llenas de entusiasmo y afecto, y que sirvan de sentido homenaje a estos animales.

Caligrafía de los sueños
Juan Marsé
Ed. Lumen, 2011
Novela realista
A mediados de los cuarenta, Ringo es un chiquillo de quince años que pasa las horas muertas en el bar de la señora Paquita, moviendo los dedos sobre la mesa, como si repasara las lecciones de piano que su familia ya no puede pagarle. En esa taberna del barrio de Gracia, el chaval es testigo de la historia de amor de Vicky Mir y el señor Alonso: ella, una mujer entrada en años y en carnes, ingenua y enamoradiza; él, un cincuentón apuesto que ha acabado instalándose en su casa. Allí viven junto a Violeta, la hija de la señora Mir, hasta que sucede algo inesperado.

La lavanda silvestre que iluminó París
Belinda Alexandra
Novela de aventuras
Una recreación absorbente que nos sumerge en la vida y los amores de una mujer sin igual a la que acompañaremos desde los barrios más destartalados de Marsella a las salas de grandes conciertos del París más bohemio, desde el campo de la Provenza al decadente ambiente de Berlín o a las lujosas avenidas de Nueva York antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Lo que dicen tus ojos
Florencia Bonelli
Ed. Punto de lectura, 2007
Novela romántica
Pasión en los palacios más deslumbrantes del desierto de Arabia. Nada más iniciar una brillante carrera en el diario que dirige su padrino y mentor, la joven periodista Francesca de Gecco sufre un terrible desengaño amoroso. Solo el tiempo y la distancia podrán curar una herida tan profunda, y por eso la muchacha acepta un puesto en la embajada de su país en Ginebra. Sin embargo, esa ciudad sólo será la primera etapa de un viaje mucho más largo.

La mujer del faro
Ann Rosman
Ed. Salamandra, 2010
Novela de intriga
Apasionada de la navegación a vela y de su trabajo de policía, Karin Adler espera la ocasión de emprender su primer caso criminal. Por fin, cuando en el viejo faro de un islote frente a la pintoresca villa de Marstrand aparece un cadáver detrás de un tabique, la investigación cae en manos de Karin y de su compañero, el puntilloso agente Folke.

El Nilo Blanco
Alan Moorehead
Ed. Alba, 2003
Literatura de viajes
La búsqueda de las Fuentes del Nilo, un misterio que había intrigado a los europeos desde los tiempos de Tolomeo, constituye una de las grandes epopeyas de la exploración del siglo XIX. En "El Nilo Blanco", un auténtico clásico de los libros de viajes, que se presenta aquí en nueva traducción y acompañado de grabados originales de la época, Alan Moorehead revive los episodios más notables de esta aventura. La primera expedición emprendida por Richard Burton y John Hanning Speke, la lucha contra la malaria de Baker del Nilo y su mujer, el famoso encuentro entre Stanley y Livingstone, y las consecuencias de sus descubrimientos: la construcción del Canal de Suez, el nombramiento del general Gordon como gobernador de Sudán, su trágico fin a manos de los rebeldes islamistas de El Mahdi, así como las disputas entre los poderes coloniales que se saldaron con la primacía británica sobre gran parte de África Central.

Prométeme que serás libre
Jorge Molist
Ed. Planeta, 2011
Novela histórica
Una mañana de 1484, una galera pirata asalta la aldea de Llafranc. Ramón Serra muere defendiendo a su familia, pero no puede impedir que su esposa y su hija sean secuestradas. En su agonía le pide a su hijo de doce años: «Prométeme que serás libre». Al perder a su familia, Joan, junto con su hermano pequeño viaja a Barcelona. Allí trabaja como aprendiz en la librería de los Corró, a los que llega a querer como a sus nuevos padres. Son tiempos convulsos y el librero es quemado junto con su mujer en la hoguera de la Inquisición por defender, precisamente, que la lectura es libertad. La nueva pérdida reafirma a Joan en sus tres deseos fervientes, rescatar a su familia, recuperar a su amada casada en Italia y convertirse en librero, pero, acusado de matar a un hombre, será condenado a remar en galeras a bordo de la nave del temido almirante Bernat de Vilamarí. Cerdeña, Sicilia, Nápoles, Roma y Génova serán los escenarios de su odisea. Participa como galeote y artillero en diversas batallas, conoce a personajes extraordinarios, se ve envuelto en sus intrigas, y lucha con desesperación por su amor y por cumplir su promesa.

Shalimar
Rebecca Ryman
Ediciones B, 2010
Novela de aventuras
Emma Wyncliffe, una joven inglesa que vive con su familia en Delhi a finales del siglo XIX, se rebela contra los convencionalismos de la pudiente sociedad en la que convive a diario. A pesar de ello, se verá obligada a casarse con un completo desconocido. Con el tiempo irá descubriendo el oscuro pasado de su marido, un hombre sospechoso de actuar como espía...

Tonto el que lo lea
Arturo González Campos, Sergio Fernández
Ed. Espasa, 2010
Literatura de humor
En una época en que la piscina de bolas era un montón de piedras, la consola era un palo y una pelota para jugar al frontón y en los coches no había DVD para ver pelis, nacieron un montón de seres humanos que ahora se compran libros. Este es un homenaje a ellos, a sus padres, a sus hijos y, sobre todo, a nuestra hipoteca... ¿Quién no recuerda alguna frase que decíamos cuando éramos pequeños como "En mí rebota y en tu culo explota"? ¿Y los pastelitos Tigretón y la Pantera Rosa? ¿Y los Juegos Reunidos? Basado en una sección del programa de radio "La parroquia del Monaguillo" de Onda Cero, Tonto el que lo lea recoge con mucho humor y nostalgia aquellos juegos, frases, programas, etc, que hace treinta años nos eran tan familiares.

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